viernes, 12 de junio de 2015

Tocar por compromiso

Escribo desde el autobús de México a Acapulco; esta vez me demoré un par de días, no por alguna audiencia en el juzgado, como hace unas semanas, sino por un compromiso que tiene que ver con el laúd. Una regla que no escribieron los antiguos maestros chinos es que nunca debes despreciar compromiso alguno en el que se soliciten los servicios de tu laúd. 
Aunque a veces me inclino a pensar que cualquier persona sensata hubiera rechazado cuando menos la mitad de los ofrecimientos de trabajo que yo he aceptado durante mi vida como laudista, y que tengo una afición irracional por encargos inútiles, irrelevantes y mal pagados, una revisión más profunda de mi bitácora personal arroja una conclusión distinta: todos los compromisos han tenido importancia, si bien la profundidad de su sentido y su trascendencia no podrían haber sido calculadas en su momento con el corto alcance de mi percepción y raciocinio.
Motivado por el sentimiento de inseguridad que he confesado renglones arriba, intentaría poner en el punto más visible de mi bitácora —al no encontrar logros profesionales deslumbrante— algunas victorias amorosas, y me atrevería a ampliar la lista de los antiguos maestros chinos con nuevas reglas sobre la intervención o abstención del laúd en la seducción y el desamor. 
Pero como no es este sentimiento el que me embarga durante mi travesía que pronto llegará a su destino, prefiero hurgar en las más intrascendentes labores para las que han sido requeridos los servicios de mi laúd, sólo por comprobar la veracidad de esa regla no escrita por los antiguos maestros chinos de que cuando alguien lo solicita, lo pide sinceramente, el músico tiene que acudir con su laúd al compromiso, con absoluta lealtad y sin cuestionamiento alguno.    
                                                                                                    Fantasía de Luis MIlán

Por ejemplo aquella señora de la colonia Guadalupe Inn, que me invitó a tocar a la Iglesia en forma de planeta tierra de la calle Manuel M. Ponce para satisfacer ciertas inquietudes espirituales de un grupo de personas. “Música elegante” fue el título; también recuerdo, aunque difusamente, el gesto amable de la señora y que en agradecimiento me invitó a un convite muy elegante en su bonita casa de la misma colonia semanas después, con algunos personajes muy distinguidos que apreciarían mi labor, según me dijo con sinceridad. Pero no logro recordar más…
O aquel grupo de estudiantes entusiastas en donde coincidían alumnos de letras, filosofía y teatro y que estaban llenos de motivación con el proyecto de su nueva revista sobre temas culturales. Me imagino que eligieron como comisionados para abordarme al más elocuente de entre los varones del grupo y a la más atractiva de las mujeres. Me invitaron a que participara con un concierto de laúd que ellos organizarían; con un poco de pena me hicieron saber que no me podrían pagar, pero que no me debía caber duda de lo mucho que valorarían mi aportación si es que yo aceptaba participar con ellos en esas condiciones, que brindarían una comida en mi honor, en casa de alguno de ellos. El estudiante hablaba poniendo cuidado en sus palabras y sus formas, mientras la estudiante sólo sonreía. 
Debo reconocer que pesó más en mi decisión de aceptar la invitación la sonrisa de Tania que las esmeradas palabras de su compañero. Digo esto porque justamente recuerdo su nombre, su cabello trenzado, sus pecas y sus ojos negros, mientras que de él no recuerdo más que su voz, y muy vagamente. Aclaro que lo que estoy recordando habrá sucedido por el año 1999 o antes quizás, y que hoy escribo en el año 2015.
Llegué bien preparado a la cita en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y comprobé que las condiciones para el concierto eran bastante inconvenientes. Había en ese entonces unos espacios desaprovechados justo a la entrada, del lado derecho: muy abiertos, con mala acústica, poco acogedores, sin sillas ni mobiliario amable alguno; situados junto al paso de hordas de personas que caminaban platicando entre sí, saludándose, bromeando, o bien, con los ojos —y los demás sentidos— puestos mucho más allá, deliberadamente ausentes del paisaje que ofrecía ese tránsito inevitable.
Los organizadores del grupo de estudiantes de la revista estaban ahí, aunque no todos. Algunos, pienso ahora, ante las altas posibilidades de fracaso habrían desertado oportunamente. Los que me recibieron mostraban, con nerviosismo y cierto desánimo, su compromiso para resolver las adversidades; me consiguieron una silla para que pudiera sentarme a tocar y me prometieron que el público estaba por aparecer. 
De manera un tanto tramposa, mi memoria ha borrado de los recuerdos las adversidades a las que me he referido. Al invocar la memoria de aquel concierto veo como me cuelgo con decisión heroica el laúd a la espalda, ocupo mi asiento y siento el poder de sobreponerme a cualquier obstáculo. Me entrego a lo etéreo, a lo caprichoso y a lo inútil de aquella empresa. Anuncio las piezas, me esfuerzo en tocarlas con corrección, expresividad, me esfuerzo en la absurda tarea de convencer a la audiencia que detrás de ese evento fallido puede descubrirse algo hermoso, algo que yo tampoco veo, pero en lo que creo con una fe ciega y sin lazarillo, con una fe vulnerable.
Algunos espectadores se levantaban, se acomodaban al hombro la mochila y se iban, pensando en quien sabe qué cosa, con la indiferencia del que se levanta de una banca en un parque solitario; alguno que otro de tantos que pasaban por ahí, se incorporaba dudoso, sin muchas expectativas ¿debía seguir creyendo en que podía brindar algún beneficio a alguien este concierto de laúd? 
Al borde de una respuesta negativa, hubo un acontecimiento que puso a temblar mi pregunta, un hecho único que alimentó aquella fe débil y cacheteada, un destello de sentido. Una muchacha delgada vestida con colores claros de algodón se acercó con decisión al concierto y se sentó en el piso, cerca de mí. Tomó un lugar idóneo para que el sonido del laúd llegara a sus oídos mediante una breve línea recta horizontal, para que llegara a pesar de los indeseables transeúntes, ruidos y voces. La estudiante llevaba un morral de tela con libros, creo recordar, y una cinta de tela en la cabeza que acomodaba el cabello de manera variada a su antojo. No puedo precisar si presenté en voz alta la Plegaria ante ella o empezaba ya a tocarla cuando se sentó; lo que recuerdo muy bien es de qué manera me esforcé en tocar mi composición, con la conciencia de que no era un esfuerzo inútil. Aunque como suele suceder en la música, era un esfuerzo sólo por comunicar, sin otra meta que alcanzar sus oídos y entrar en ellos.


Cuando me alejaba de la Facultad, con la ingenua satisfacción del músico post concierto revoloteando en mi interior y con el estuche del laúd firme en la mano, mi mente volvía a recrear con vehemencia y cierto morbo lo que ocurrió durante la Plegaria. Atribuyéndome una generosidad imaginaria, sentía el deseo de consolar a esa muchacha de vestimenta clara que se había levantado al final de la pieza sin lograr contener el llanto, que ya no podía mantener la discreción de su llorar. Yo sentía una ardorosa curiosidad por saber qué le pasaba, me interesaba descubrir que pena la embargaba; me dolía un poco el corazón cuando suponía que se había acercado a mi, esperando que la música del laúd la llevara a evadirse suavemente de su tristeza, para, por el contrario, ser arrollada por una amplificada tristeza en aquel falso refugio. Un calorcito en mis manos surgía de la seguridad de que ella no se habría levantado de no temer que su llanto distrajera o perturbara la atención de los demás espectadores. 
La ausencia de la muchacha de vestimenta clara que se levantó llorando sería, a partir de entonces, una espina clavada permanente en mi mano, sería uno de esos dolores a los que un humano como yo, desgraciadamente, se acostumbra hasta dejar de sentirlo. Lamenté que no fuera carbón ardiente, en lugar de espina, un fuego que me hubiera hecho saltar de la silla, disculparme con los espectadores restantes y correr con el laúd a buscarla, al menos para saber quién era, cómo se llamaba. Cuando mi mente me arrastraba con fuerza a recrear esa posibilidad no vivida, un censor interior me recriminaba entrometerme, incluso de pensamiento, en la vida de la gente ajena, del respetable público ¡caray! 
Reconfortante, en cambio, era la pureza de la ausencia donde había dejado mi música. Si acaso alguna semilla sonora desgranada del laúd había encontrado un clima humano adecuado, un rincón de fertilidad, debía bastarme la esperanza, la poesía. Ni las más bellas plantas, ni aún las más escasas en el  mundo, corren detrás de sus semillas para vigilar su crecimiento; se quedan solas, mecidas por el viento y sueñan con nuevas vidas de las que nunca tendrán certeza. Así, yo debía aceptar aquel llanto como un vendaval, como una lluvia copiosa de nubes en rápido movimiento, la buena tierra desgarrándose en las laderas, lodo vital rodando vertiginoso alejándose para siempre. Debía yo aceptarme sembrado en una silla como un arbusto de muy lento crecimiento, como un árbol deforme de raíces lastimadas.
Tal vez ni ustedes, lectores, ni yo tengamos elementos de juicio para considerar si es una cualidad mía la sensibilidad de encontrar en cada concierto algún detalle para darle sentido (el reconocimiento secreto de un oscuro sabio, la expresión exageradamente emocionada de algún joven imberbe, la reverberación de algún recinto histórico) o si mi capacidad consiste en construir en mi mente la justificación para los esfuerzos vanos.
Ahora, en base al repaso que acabo de compartirles ¿qué más puedo decir en favor de ese concierto? ¿a dónde he llegado en el afán de disculpar mi entrega a lo inútil, a lo etéreo y a lo intangible? Aunque obligo a mi memoria a ser veraz y precisa, no logro recordar si el evento en la Facultad fue antes o después de la huelga, pero en cualquier caso no contribuyó en nada ni a provocarla ni a su resolución. De aquella revista no he vuelto a saber nada, en vano fue mi ilusión de que aquel proyecto estudiantil se convirtiera con el tiempo en un hito de la cultura nacional. No me acerqué ni un centímetro a la sonrisa de Tania aceptando su invitación, se esfumó entre el humo del cigarro; el platillo principal de la comida en mi honor eran varias caguamas que no bebí. Probablemente tampoco gané nuevo público para las actividades de apoyo a la docencia que realizaba en ese entonces, no brindé bálsamo a las almas doloridas, ni diversión a aburridos espíritus.


Pero aún no termino: ¡escuchen bien a los antiguos maestro chinos, mírenlos escribir la regla del compromiso con el laúd! Diez años después de aquel errático concierto, de aquel aparente desperdicio de energía, descubrí que mi amada esposa era la fugaz muchacha de colores claros que se fue llorando al terminar la Plegaria. Conozcan el poder de una lágrima derramada sobre las invisibles raíces rotas del laudista. Descubran maravillados conmigo que, sin saberlo, me levanté de mi silla y fui tras ella a paso de madera. Sepan que siempre la he amado y que ese concierto en el pasillo universitario fue el más importante de mi vida.